Ni siquiera era media noche cuando los párpados le empezaron a pesar. Llevábamos unos minutos despidiéndonos. En realidad, era yo el que intentaba alargar ese breve instante que por fin sentía como algo extrañamente privado. Con kilómetros de por medio pero sin gente mirando ni interrumpiendo una de las tantas frívolas conversaciones que teníamos en esas esperas frente a la puerta. Ventajas de la tecnología, supongo.
De pronto, cuando mi momento se evaporaba, ella me sorprendió con un dibujo. ¿Por qué éste y no otro?
-Porque me encantan las estrellas. ¿No te habías dado cuenta?
Fue su última frase antes de dormirse.Y me la dijo a mí. A mí, que vivo en las estrellas para olvidar e imaginar a partes iguales. A mí, que soy un estrellado precisamente por tener la mente tan arriba, tan lejos, tan distante de la verdad. A mí, que no soy estrella en nada. A mí, que, en definitiva, sueño cada día y cada noche con elevarla hasta allí, hasta la más brillante.
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